miércoles, 23 de mayo de 2007

Ana


Ana era una pasajera. Era un viaje, en realidad. Era como un departamento con pocas luces y dentro de el, mucha gente que no conocía. Ella se introducía a si misma como Ana. Ella era eso, por el momento, en ese momento, solo un nombre. Pero no evitaba mostrar sus modales, ni sus manías, ni sus codicias y sus deseos, sus perdidas y ganancias (si, economicamente), sus positivas y sus negativas. Conocía que ella misma era una limitación, como también lo era ser solo su nombre por delante de todas las cosas. Interesante era verla llamando la atención, si, y un día te voy a mostrar las cosas que escribo, pero no es el momento, entendés?
La verdad que daba gusto verla hablar, parecía que ella quería comernos con sus historias simuladoras entre juventudes deprimentes y la berborragia con la que contestaba a su propia vida. Ahora decía que no era la misma que antes, ha perdido su brillo, su celo, su interés, su instinto de animal encarcelado en un departamento de Villa Urquiza.
Pero Ana era solo una pasajera, ella solita convierte su constante predecir y presuponer de boca abierta en un pasaje. Quienes nos cruzamos en el camino de los viajantes solemos creernos adelantados en sus caminos; ya los recorrimos y cometimos los mismos fútiles errores. Nos convencemos de eso que es tan burdo, avanzamos frente a quien pasea y soltamos una palabra por vez, tímidamente. La pasajera admite entender, admite, comprende, entiende, escucha, todo como un proceso fordista de la conversación. Elabora una estrategia, a veces midiendo si la distancia de los ojos es la correcta para mantener una discreción; discreción que ya esta borracha y empuja por el balcón prioridades, tabúes e insultos. En la mesa sobraba el material para que sus bártulos intelectuales aterricen en Av. Olazabal.
Pero Ana era una pasajera, una viajante, cómoda por momentos, incomoda. Su elocuencia disparaba sinceridad, y caía al suelo desparramada como la leche, enchastrando todo su ego. Inevitablemente, los cruzados intervenimos de manera extraña en los viajantes. Provocamos un sentido, por momentos, inexistente. Ana parecía guardarse el humor en los bolsillos, para compartirlo de a ratos conmigo, entre cerveza y café y puchos, cama y besos, una química que pedía escaparse de entre los vidrios. Una química que con el tiempo se disuelve entre las uñas porque en algún momento quisimos que se quede con nosotros. Pero Ana era una pasajera, era una nómade de recuerdos, era nómade en su forma de extrañar.
Yo me quedaba y acompañaba hasta la puerta de su casa, despues nos deshaciamos en un "hasta luego y creo que no te voy a ver por un tiempo".

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